
Siempre he pensado que los recuerdos son como monstruos, convertidos en prendas de ropa abultadas de manera casual; escabulliéndose entre las sombras y los rayos de luz casi imperceptibles que entran por la ventana. Criaturas insondables, que irreverentes se entrometen en las ideas de la gente, llevándolas por los intrincados suburbios de la memoria. Es entonces, cuando comienza el camino aquel que hemos trazado sin asfalto ni tierra; dibujado a veces en palabras, otras en imágenes; de cualquier modo permanecen de manera inexorable, como revolviéndose en nuestras entrañas. El eterno errar, entre árboles, pequeños zapatos, rostros cambiados, uniformes desteñidos, cuadernos de moda, labios lejanos, caricias abandonadas a su suerte, minutos irreprochables... que se manifiestan de manera repentina, invadiendo todo a su paso.
Luego de horas mirando a un vacío inexistente, los ojos entibiados por un brillo que anhela emerger sin permisos ni fuerzas, se pierden...
La luz se hace evidente, y no queda nada de aquella habitación oscura, ni de esos pasos evidentes, ni de esas ideas infinitas. Sólo quedan las cenizas, y un salón, vacío listo para rellenar...
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